viernes, 28 de junio de 2013

III.- De Madrid a Valencia...

Mi padre dijo que Madrid tampoco era un lugar seguro, pidió de nuevo el traslado y partimos hacia Valencia. El viaje fue muy malo. A veces había que dejar el tren y coger un autobús, ya que el frente estaba cerca. Por fin llegamos a Valencia, donde vivimos en la calle Literato Azorín, cerca de la plaza de toros. Pero muy pronto vimos que allí también había bombardeos; ahora, no sólo desde el aire, también desde el mar. Otra vez el miedo.

Dolores Ibárruri, Pasionaria

Uno de los días que íbamos a dormir a un campo cercano que nos parecía más seguro me caí al saltar una pared. Me hice una brecha en una ceja. Como me salía mucha sangre me llevaron a un médico, el cual me quería coser la herida. Yo no me dejaba y al final me puso dos lañas. Lo hizo tan bien que no me ha quedado ninguna señal. Esto demuestra que a los médicos, a veces, se les puede llevar la contraria
.
Como ya era más mayor y era muy responsable, me iba a comprar sola al mercado de Jerusalén. Al volver pasaba por la plaza de Emilio Castelar, donde estaba un famoso mercado de flores. Había unos letreros muy grandes, en blanco y con letras en rojo. En uno decía: <<Vale más morir de pie que vivir de rodillas>>. En otro: <<Vale más ser viuda de un héroe que mujer de un cobarde>>. Luego ponía: <<Lo ha dicho Pasionaria>>. Después, por las noches, se dejaba todo oscuro, para que los aviones no vieran las luces
.
Pero mi padre lo que quería era poner a salvo a su familia y pidió otro traslado, esta vez a Játiva, y vivimos allí en un pueblo cercano llamado Llanera de Ranes, en una casa propiedad de un médico que nos facilitó el alcalde, ya que el médico sólo la utilizaba para ir de vacaciones y, como he explicado arriba, las casas vacías había que ocuparlas para quien las necesitara. Tenía un huerto con higos y granadas. El dueño fue a conocernos y dijo que se la estábamos cuidando muy bien. Allí tenía amigas de mi edad, que eran de Madrid, y podíamos coger de los árboles toda la fruta que quisiéramos ya que, como no había exportación en ese momento, se estropeaba



Un día que íbamos paseando por la calle principal pasó por nuestro lado un chico joven, guapo, con unos ojos verdes, grandes, de esos que nunca se olvidan. Se paró con nosotras y nos preguntó que quienes éramos, ya que no nos conocía. Le contamos nuestra historia y él nos contó la suya. Estaba con permiso, ya que venia del frente de Teruel, donde había pasado tanto frío que las piernas se le pusieron muy mal, por eso iba con bastón. 

Nos presentó a sus padres y hermanos, con los que hicimos mucha amistad. Mi padre, que era un gran dibujante, dibujó una hoz y un martillo; yo se lo bordé en blanco sobre un pañuelo rojo, que él se puso al cuello. Cuando se puso bien de las piernas se tuvo que volver a ir. Pero sus padres querían tenerme siempre en su casa. Yo les escribía las cartas a sus hijos, que estaban en el frente...

viernes, 21 de junio de 2013

II.- Cuando el suelo tiembla...

Un buen amigo de mi padre nos llevó a su casa, en la que vivía junto a su mujer y su hija de seis años, que me encantó, porque los niños dan mucha alegría. Eran días tranquilos en esa zona. Estaba en el Paseo de las Delicias, muy cerca del cine Legazpi, en el que vimos varias películas de Shirley Temple, de moda por aquel entonces.
Otra "pobre" niña a la que robaron su infancia...
Pero al poco tiempo allí no se podía estar; se oían mucho las ametralladoras, empezaron los bombardeos y la comida escaseaba. Había que hacer colas para todo: la carne, la leche… Entre mi madre y yo tejimos un jersey para Fermín, que así se llamaba el dueño de la casa y otro para la niña, Maruchi

 Después nos mudamos a la calle Ciudad Real, donde me encontré con mi gran amiga,  Ángela. Íbamos a pasear por entre las barricadas, pero por poco tiempo, ya que las cosas siempre cambiaban… para empeorar
Nos marchamos después a casa de un hermano de la señora, que vivía en Tirso de Molina, donde también había una niña pequeña. Por la noche, cuando había bombardeos, nos refugiábamos en el metro.
-¡Vamos! ¡Vámonos! ¡Tenemos que ir al metro!

 Las sirenas anunciaban bombardeo. Entonces el metro era el lugar más seguro. Eso decían.

 Yo cogí de la mano a la niña y corrimos a cobijarnos en los túneles, a esperar que pasara todo. Cuando caían las bombas el suelo temblaba y el sonido era atronador.
Las bombas explotan como los globos
La niña me preguntó

-¿Por qué estamos en el metro?

-Porque van a tirar bombas

-y… ¿por qué suenan tan fuerte?

-porque explotan…

-¡ah…! Como los globos…

Cuando los mayores creyeron que había pasado el peligro salimos de allí. Pero hubo muertos, heridos, mucha sangre, les oí decir. Después de tantas noches de metro y sin poder dormir estábamos agotados. Además, aunque mis tíos y primos estaban en Madrid, no estábamos juntos y nos veíamos poco…


Pero un día que íbamos por una calle de Madrid nos encontramos con un médico muy famoso de Navalmoral, D. Emilio Luengo, que vivía en Madrid. Nos dijo que nos fuéramos a vivir a casa de su hermana Jerónima, la cual se había ido de veraneo a Palma de Mallorca y no se podía venir debido a la situación

-Total, van a ocupar la casa… así que… mejor que lo hagáis vosotros

La casa era muy buena. Estaba por el paseo de Santa Engracia, y, como allí había muchas embajadas bombardeaban menos. Y como la casa era grande podíamos estar con el resto de la familia, tíos y primos.
Gracias a las cooperativas de los trabajos de mi padre y mis tíos nos íbamos arreglando con la comida. Sin embargo, las cosas, para no variar, empezaron otra vez a ir a peor. Cada vez más bombardeos por todo Madrid, aquello parecía el infierno…

Huyendo de las bombas...


miércoles, 12 de junio de 2013

I.- En julio del 36 hacía calor...

Recuerdo a mi maestra, la señorita María...

Estábamos en nuestro pueblo. La gente decía que se había declarado la guerra, pero que iba a ser cosa de pocos días. Sin embargo, las madres no nos dejaban salir a la calle por la noche, ya que había muchos guardias y falangistas y estaba todo muy revuelto. Poco después se empezaron a llevar a la cárcel a muchos hombres, sin que hubieran hecho nada.
Terminaba el tiempo de rosas...

La familia de mi padre vivía junto al ayuntamiento, pero, como en esa zona había muchos disparos, no podía entrar a su casa, así que todos, incluida mi abuela y dos niños pequeños, vinieron a vivir con nosotros. Era el año treinta y seis y empezó a cundir el miedo.

Teníamos por entonces una casa muy grande y, al estar todos juntos, sentíamos que nos protegíamos unos a otros, pero se presagiaban tiempos muy malos. Pronto llegaron la aviación y los bombardeos y hubo muertos y heridos. Al mismo tiempo aumentaron los tiros por las calles y daba la impresión de que las balas iban a entrar por las ventanas, así que decidimos que subiríamos a dormir a la troje. Yo, al igual que los demás, sólo tenía como cama una simple manta que, a mis catorce años recién cumplidos, me bastaba para dormir de un tirón toda la noche. Para los mayores, por el contrario, el duro suelo hacía que se levantaran doloridos y, más conscientes que los pequeños, con falta de sueño. Además, al ser la parte más alta de la casa y en el mes de julio -que fue cuando comenzó todo esto- hacía mucho calor. Pero no había más remedio: había que aguantar

Una vecina amiga nos invitó a toda la familia a ir con ella al campo, para huir de los bombardeos. Partimos en un carro que tenían para el trabajo del campo. El destino era una finca cercana, casi en Talayuela, llamada Cerro Alto.

Nos fuimos con mi abuela Bernarda, mis tíos Perfecto y María y los hijos de éstos,  Enrique y Sofía. También vino mi tío Carlos, montado en su burrito

En Cerro Alto no había casa, sólo unas naves para secar tabaco. En una de ellas dormíamos quince personas. Encima de paja poníamos unas mantas, y eso era la cama. Había diez secaderos más, con otras familias huidas. Lo peor eran los mosquitos. Picaban mucho, y podían transmitir el paludismo. Color amarillento, fiebre y episodios de mucho frío seguido de mucho calor, así como deterioro físico, eran los síntomas.

Comíamos los productos del campo: tomates, pimientos, patatas… y leche de una cabra a la que llamaban “la maja“. Lo mejor era que allí no había tiros ni bombardeos

Pero una mañana, cuando empezábamos a estar tranquilos, se presentaron allí cincuenta hombres a caballo, apuntándonos con sus fusiles. Dijeron:

-los hombres, que avancen; las mujeres, quietas

A continuación, ordenaron a los hombres que se tiraran al suelo

El que iba al mando reconoció a mi padre, quien tiempo atrás le había arreglado el motor de una máquina de riego. Esta máquina era vital para su cosecha, ya que sin ella los pimientos -destinados a hacer el pimentón de La Vera- se habrían estropeado. Mi padre fue el único capaz de arreglar esta máquina y el hombre le estaba muy agradecido. Le dijo a mi padre que si él respondía por todos y se iban no les harían nada. Pero los otros hombres que vinieron con él nos metieron mucho miedo cuando dijeron

-Si cuando volvamos estáis aquí os mataremos a todos!


Esa mismo día, en medio del calor del atardecer de agosto, salimos en silencio, a pie, junto con otras familias. Pasamos la noche en una finca llamada Majinca. Allí, una señora nos dio a los niños un trozo de pan y queso. Siempre que como queso fresco recuerdo lo bien que me supo aquella comida, lo buena que estaba. Poco antes del amanecer salimos hacia La Calzada, a donde llegamos hacia las dos de la tarde. 

Cada familia tomó su camino. Caminamos mucho, con un fuerte calor. Sabíamos que había gente muy mala que, aprovechando los disturbios, mataba por cualquier cosa, pero también encontramos personas muy buenas, que nos ayudaron, por lo que pudimos pasar algunas noches en una casa destinada a los maquinistas del tren, donde me empezaron a atacar las fiebres del paludismo. Mi padre pidió el traslado y pocos días después partimos hacia Madrid. Había empezado nuestro éxodo...


Así comenzaron aquellas "vacaciones..."