miércoles, 12 de junio de 2013

I.- En julio del 36 hacía calor...

Recuerdo a mi maestra, la señorita María...

Estábamos en nuestro pueblo. La gente decía que se había declarado la guerra, pero que iba a ser cosa de pocos días. Sin embargo, las madres no nos dejaban salir a la calle por la noche, ya que había muchos guardias y falangistas y estaba todo muy revuelto. Poco después se empezaron a llevar a la cárcel a muchos hombres, sin que hubieran hecho nada.
Terminaba el tiempo de rosas...

La familia de mi padre vivía junto al ayuntamiento, pero, como en esa zona había muchos disparos, no podía entrar a su casa, así que todos, incluida mi abuela y dos niños pequeños, vinieron a vivir con nosotros. Era el año treinta y seis y empezó a cundir el miedo.

Teníamos por entonces una casa muy grande y, al estar todos juntos, sentíamos que nos protegíamos unos a otros, pero se presagiaban tiempos muy malos. Pronto llegaron la aviación y los bombardeos y hubo muertos y heridos. Al mismo tiempo aumentaron los tiros por las calles y daba la impresión de que las balas iban a entrar por las ventanas, así que decidimos que subiríamos a dormir a la troje. Yo, al igual que los demás, sólo tenía como cama una simple manta que, a mis catorce años recién cumplidos, me bastaba para dormir de un tirón toda la noche. Para los mayores, por el contrario, el duro suelo hacía que se levantaran doloridos y, más conscientes que los pequeños, con falta de sueño. Además, al ser la parte más alta de la casa y en el mes de julio -que fue cuando comenzó todo esto- hacía mucho calor. Pero no había más remedio: había que aguantar

Una vecina amiga nos invitó a toda la familia a ir con ella al campo, para huir de los bombardeos. Partimos en un carro que tenían para el trabajo del campo. El destino era una finca cercana, casi en Talayuela, llamada Cerro Alto.

Nos fuimos con mi abuela Bernarda, mis tíos Perfecto y María y los hijos de éstos,  Enrique y Sofía. También vino mi tío Carlos, montado en su burrito

En Cerro Alto no había casa, sólo unas naves para secar tabaco. En una de ellas dormíamos quince personas. Encima de paja poníamos unas mantas, y eso era la cama. Había diez secaderos más, con otras familias huidas. Lo peor eran los mosquitos. Picaban mucho, y podían transmitir el paludismo. Color amarillento, fiebre y episodios de mucho frío seguido de mucho calor, así como deterioro físico, eran los síntomas.

Comíamos los productos del campo: tomates, pimientos, patatas… y leche de una cabra a la que llamaban “la maja“. Lo mejor era que allí no había tiros ni bombardeos

Pero una mañana, cuando empezábamos a estar tranquilos, se presentaron allí cincuenta hombres a caballo, apuntándonos con sus fusiles. Dijeron:

-los hombres, que avancen; las mujeres, quietas

A continuación, ordenaron a los hombres que se tiraran al suelo

El que iba al mando reconoció a mi padre, quien tiempo atrás le había arreglado el motor de una máquina de riego. Esta máquina era vital para su cosecha, ya que sin ella los pimientos -destinados a hacer el pimentón de La Vera- se habrían estropeado. Mi padre fue el único capaz de arreglar esta máquina y el hombre le estaba muy agradecido. Le dijo a mi padre que si él respondía por todos y se iban no les harían nada. Pero los otros hombres que vinieron con él nos metieron mucho miedo cuando dijeron

-Si cuando volvamos estáis aquí os mataremos a todos!


Esa mismo día, en medio del calor del atardecer de agosto, salimos en silencio, a pie, junto con otras familias. Pasamos la noche en una finca llamada Majinca. Allí, una señora nos dio a los niños un trozo de pan y queso. Siempre que como queso fresco recuerdo lo bien que me supo aquella comida, lo buena que estaba. Poco antes del amanecer salimos hacia La Calzada, a donde llegamos hacia las dos de la tarde. 

Cada familia tomó su camino. Caminamos mucho, con un fuerte calor. Sabíamos que había gente muy mala que, aprovechando los disturbios, mataba por cualquier cosa, pero también encontramos personas muy buenas, que nos ayudaron, por lo que pudimos pasar algunas noches en una casa destinada a los maquinistas del tren, donde me empezaron a atacar las fiebres del paludismo. Mi padre pidió el traslado y pocos días después partimos hacia Madrid. Había empezado nuestro éxodo...


Así comenzaron aquellas "vacaciones..."






4 comentarios:

Dispara... un comentario