Recuerdo a mi maestra, la señorita María... |
Estábamos en
nuestro pueblo. La gente decía que se había declarado la guerra, pero que iba a
ser cosa de pocos días. Sin embargo, las madres no nos dejaban salir a la calle
por la noche, ya que había muchos guardias y falangistas y estaba todo muy
revuelto. Poco después se empezaron a llevar a la cárcel a muchos hombres, sin
que hubieran hecho nada.
La familia
de mi padre vivía junto al ayuntamiento, pero, como en esa zona había muchos
disparos, no podía entrar a su casa, así que todos, incluida mi abuela y dos
niños pequeños, vinieron a vivir con nosotros. Era el año treinta y seis y
empezó a cundir el miedo.
Teníamos por
entonces una casa muy grande y, al estar todos juntos, sentíamos que nos
protegíamos unos a otros, pero se presagiaban tiempos muy malos. Pronto
llegaron la aviación y los bombardeos y hubo muertos y heridos. Al mismo tiempo
aumentaron los tiros por las calles y daba la impresión de que las balas iban a
entrar por las ventanas, así que decidimos que subiríamos a dormir a la troje.
Yo, al igual que los demás, sólo tenía como cama una simple manta que, a mis
catorce años recién cumplidos, me bastaba para dormir de un tirón toda la
noche. Para los mayores, por el contrario, el duro suelo hacía que se
levantaran doloridos y, más conscientes que los pequeños, con falta de sueño.
Además, al ser la parte más alta de la casa y en el mes de julio -que fue
cuando comenzó todo esto- hacía mucho calor. Pero no había más remedio: había
que aguantar
Una vecina
amiga nos invitó a toda la familia a ir con ella al campo, para huir de los
bombardeos. Partimos en un carro que tenían para el trabajo del campo. El
destino era una finca cercana, casi en Talayuela, llamada Cerro Alto.
Nos fuimos
con mi abuela Bernarda, mis tíos Perfecto y María y los hijos de éstos, Enrique y Sofía. También vino mi tío Carlos,
montado en su burrito
En Cerro
Alto no había casa, sólo unas naves para secar tabaco. En una de ellas
dormíamos quince personas. Encima de paja poníamos unas mantas, y eso era la
cama. Había diez secaderos más, con otras familias huidas. Lo peor eran los
mosquitos. Picaban mucho, y podían transmitir el paludismo. Color
amarillento, fiebre y episodios de mucho frío seguido de mucho calor, así como
deterioro físico, eran los síntomas.
Comíamos los
productos del campo: tomates, pimientos, patatas… y leche de una cabra a la que
llamaban “la maja“. Lo mejor era que allí no había tiros ni bombardeos
Pero una
mañana, cuando empezábamos a estar tranquilos, se presentaron allí cincuenta
hombres a caballo, apuntándonos con sus fusiles. Dijeron:
-los
hombres, que avancen; las mujeres, quietas
A continuación, ordenaron a los hombres que se tiraran al suelo
El que iba
al mando reconoció a mi padre, quien tiempo atrás le había arreglado el motor
de una máquina de riego. Esta máquina era vital para su cosecha, ya que sin
ella los pimientos -destinados a hacer el pimentón de La Vera- se habrían
estropeado. Mi padre fue el único capaz de arreglar esta máquina y el hombre le
estaba muy agradecido. Le dijo a mi padre que si él respondía por todos y se
iban no les harían nada. Pero los otros hombres que vinieron con él nos
metieron mucho miedo cuando dijeron
-Si cuando volvamos estáis aquí os mataremos
a todos!
Esa mismo día, en medio del calor
del atardecer de agosto, salimos en silencio, a pie, junto con otras familias.
Pasamos la noche en una finca llamada Majinca. Allí, una señora nos dio
a los niños un trozo de pan y queso. Siempre que como queso fresco recuerdo lo
bien que me supo aquella comida, lo buena que estaba. Poco antes del amanecer
salimos hacia La Calzada, a donde llegamos hacia las dos de la tarde.
Cada familia tomó su camino. Caminamos mucho, con un fuerte calor. Sabíamos que había gente muy mala que, aprovechando los disturbios, mataba por cualquier cosa, pero también encontramos personas muy buenas, que nos ayudaron, por lo que pudimos pasar algunas noches en una casa destinada a los maquinistas del tren, donde me empezaron a atacar las fiebres del paludismo. Mi padre pidió el traslado y pocos días después partimos hacia Madrid. Había empezado nuestro éxodo...
Cada familia tomó su camino. Caminamos mucho, con un fuerte calor. Sabíamos que había gente muy mala que, aprovechando los disturbios, mataba por cualquier cosa, pero también encontramos personas muy buenas, que nos ayudaron, por lo que pudimos pasar algunas noches en una casa destinada a los maquinistas del tren, donde me empezaron a atacar las fiebres del paludismo. Mi padre pidió el traslado y pocos días después partimos hacia Madrid. Había empezado nuestro éxodo...
Así comenzaron aquellas "vacaciones..." |
Continuará...
ResponderEliminar¡Ánimo Mariángeles! Dispara tus recuerdos...
ResponderEliminarGuapa, bonita, preciosa, mi niña... Te quiero
ResponderEliminarFelicidades, preciosa. A.
ResponderEliminar